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lunes, 9 de mayo de 2016

Jugar con fuego; por Alberto Barrera Tyszka

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Cuando ves a la canciller Delcy Rodríguez en la televisión, hablando en la OEA, diciendo que el desabastecimiento en Venezuela es una “realidad virtual”, una ficción mediática: ¿Qué sientes? ¿Cuál es la primera imagen que, de pronto, aparece en tu memoria, qué recuerdas?  Y, luego, ¿qué sensación te invade? ¿Qué te  provoca hacer?
Yo siento de pronto un latigazo, una picada de candela. Como si un llama me subiera por dentro y lograra incluso raspar mi cabeza. Creo o supongo o deduzco que me pongo rojo. Y recuerdo cuando, en un miércoles cualquiera, la señora que iba delante de mi en la cola de la farmacia de repente se puso a llorar. No había ni uno sola de las medicina que había ido a buscar. El papelito, en su mano, temblaba.  También recuerdo lo que me contó Libia: tres horas en un cola en una avenida en El Paraíso, esperando a que llegara un camión con quién sabe qué. Cuando por fin llegó, de la nada salió una mujer, custodiada por un grupo de hombres armados. Se puso de primera en la fila. “Aquí voy yo”, dijo. En una mano tiene treinta cédulas de identidad. En la otra, un cuchillo.
También siento un vacío. Y a veces, además, un mordisco. Un animal que gruñe y da vueltas, y raspa su lomo y hunde sus pezuñas en el fondo de mi estómago. Algo cruje. Y temo que sea el sentido común, eso que llaman la cordura.
 Hay inquietudes que no logran medir las encuestas.  Son movimientos difíciles de precisar, respiraciones que se escapan de la estadística; tiempos que no pueden registrar los relojes.  No existe todavía un arrecherómetro. No hay forma de saber si esa mirada resignada puede, dentro de un rato, transformarse en una acción feroz y delirante.  No hay manera de percibir que esa obediencia devota, que se inclina y asiente, tan roja rojita, tal vez es solo un tránsito, un jadeo que está a punto de mudar de forma, de convertirse en rebelde estallido.  A veces, los poderosos y sus expertos se confunden. Desde los palacios no se ven las chozas. Y la indignación no siempre tiene síntomas. Pero está ahí. Día a día. Creciendo.
 Cuando escuchas a Nicolás Maduro, anunciando con pompa y entusiasmo que –a mediados de año- vendrán a visitarnos ciento veinte países, con motivo de la cumbre del Movimiento de los Países No Alieneados: ¿qué es lo primero que se te ocurre?  Y cuando lo oyes asegurar que “el turismo es la gran oportunidad de Venezuela (…) es la gran oportunidad a corto y mediano plazo de tener una fuente de generación de divisas, de euros, de yuanes, de dólares, para nosotros sustituir las divisas del petróleo y liberarnos del petróleo” ¿Qué te cruza por la mente? ¿Qué imaginas?
 Cuando observas a Diosdado Cabello, en su programa en el canal de televisión que nos pertenece a todos nosotros,  afirmando que cualquier funcionario público que firme para el revocatorio debe ser despedido: ¿no sientes, acaso, un abismo debajo de la lengua? ¿Una patada atascada en el aliento, un dolor torcido, una impaciencia que gira y gira queriendo arrancarse la cola?  ¿No escuchas de nuevo, cómo se devuelve esa rabia, coño, paciencia, paciencia?
 El gobierno ha decidido que todos debemos jugar con fuego.  Quizás creen que los incendios purifican a la patria. La oposición no tiene demasiadas alternativas.  El camino del desgaste institucional no le conviene a nadie. Pero al oficialismo no le importa.  Su falta de escrúpulos es una ventaja.
 Así como la oposición parece haberse concentrado en la salida de Maduro, como si fuera un acto mágico que va a resolver las tragedias del país; así también el gobierno lleva tres años concentrado y dedicado a destruir a la oposición.  Y en el medio está la realidad, el país, una desesperación que a veces actúa por cuenta propia, una indignación que a veces disfraza sus señales.

Alberto Barrera Tyszka 

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