A estas alturas ya te habrás dado cuenta.
Las personas que gobiernan el mundo nos desprecian profundamente.
Poco importa si son gobernantes, políticos, grandes financieros, elitistas de toda índole o miembros de la aristocracia.
La mayoría de ellos tienen algo en común: el más descarnado desdén por el 95% de la población mundial, aquello que de forma algo simplista viene a llamarse “el pueblo llano”.
Lo podemos ver claramente reflejado en todas y cada una de sus actividades: robos, saqueos, crímenes y abusos perpetrados por gobiernos, multinacionales y grandes bancos a lo largo y ancho del mundo, que se han hecho más evidentes que nunca con la actual crisis.
Y como vemos en España, de poco han servido las continuas y multitudinarias manifestaciones de protesta de la población.
Nada parece alterar ni sus planes ni sus actitudes.
Es evidente que al menos el 95% de la población mundial no tiene ningún poder de decisión ni ninguna influencia sobre el devenir de los acontecimientos.
Para aquellos que gobiernan el mundo, ni tan solo somos personas; para ellos solo somos piezas de colores sobre un tablero, sacrificables según convenga a sus intereses.
Tal es el desprecio que sienten por nosotros.
Ha llegado la hora, pues, de decidir de una vez por todas, si queremos seguir siendo las piezas de su macabro juego o si, por el contrario, deseamos recuperar nuestra dignidad como seres humanos.
Y eso implica enfrentarse con dolorosas verdades que la mayoría de la población aún se niega a aceptar.
¿Estás dispuest@ a hacerlo?
UNA VERDAD DOLOROSA
Muchas personas siguen empeñadas en justificar la insensibilidad de los más poderosos, achacándola a la “distancia” que los separa del pueblo llano.
Según este tipo de percepción “buenista” de la realidad, los que nos gobiernan cambiarían sus actitudes si entraran en contacto directo con los daños que provocan sus decisiones. Dicho en otras palabras, si conocieran en persona a las víctimas de sus actos, eso removería sus conciencias.
Alguna gente sin duda tildará este punto de vista de “profundamente ingenuo”. Pero no nos engañemos: en este punto de vista no hay nada de ingenuidad.
Lo que hay es cobardía, directamente.
Y este es el gran problema del que adolece la población en general en estos momentos de zozobra.
Somos tod@s unos cobardes
Nos negamos a aceptar la auténtica naturaleza de quienes nos gobiernan porque nos aterroriza la realidad.
Porque aceptarla nos lleva al colapso de todas nuestras creencias, al derrumbe de todo aquello que nos han dicho que es “bueno y correcto” desde que éramos pequeños.
Y porque ante todo, nos obliga a hacer cosas que exigen enormes cantidades de valor y sacrificio por nuestra parte.
Es por esta razón que la mayoría de la población preferimos pensar que cambiaremos las cosas saliendo a la calle con pancartitas, trompetitas, pitos y cánticos graciosos.
En el fondo sabemos que estamos haciendo el ridículo, pero preferimos autoconvencernos de que esto es lo “que se debe hacer” y pomposamente lo llamamos “expresion popular y democrática”.
Pero no es así: aunque nos duela aceptarlo, a eso se le llama hacer el payaso.
Y los hechos lo demuestran cada día.
Dejemos pues de meter la cabeza en un agujero y enfrentemos la realidad tal y cual es: estamos en guerra y si realmente queremos ganarla, lo primero que debemos hacer es comprender y aceptar la auténtica naturaleza de nuestro enemigo.
CÓMO SON LOS PODEROSOS
Simplificando mucho, podríamos dividir a las personas que ostentan el poder en el mundo en 2 grandes categorías:
1-Aquellos que han heredado las posiciones de privilegio
2-Aquellos que han alcanzado las posiciones de privilegio
Los primeros se caracterizan por tener un marcado sentimiento de exclusividad y preeminencia sobre el resto de seres humanos. No es difícil entender porqué se sienten así. En la mayoría de casos han crecido en un ambiente aislado del resto de la población y son descendientes de generaciones y generaciones de individuos imbuídos de ese mismo sentimiento de “excelencia”. Además, para ellos, el mero hecho de conseguir retener el poder generación tras generación ya representa una demostración de su presunta superioridad. El suyo, pues, es un elitismo genético que deriva en un desprecio absoluto hacia todos aquellos a los que consideran “populacho”.
En la segunda categoría, sin embargo, deberíamos situar a los que, partiendo de posiciones menos privilegiadas, han conseguido subir en el escalafon del poder hasta alcanzar las posiciones superiores. El suyo es un elitismo basado en la competitividad y en el desprecio hacia los “derrotados”, hacia aquellos que en supuesta igualdad de condiciones no supieron competir como ellos y alcanzar el poder.
Como podemos ver, a pesar de tener procedencias muy diferentes, ambos tipos de poderosos tienden a sentir el mismo desprecio hacia lo que ellos consideran “las masas”, a pesar de haber alcanzado su posición a través de caminos casi opuestos.
Y esto nos lleva a concluir que el desprecio hacia el pueblo proviene en gran parte de la posición final alcanzada: es decir, es inherente a la propia estructura del sistema y concretamente, a los escalones superiores de la pirámide.
Y es que realmente es así.
La estructura competitiva del propio sistema imposibilita que en las grandes organizaciones, sean partidos políticos o grandes empresas, las personas con valores morales, solidarias y empáticas alcancen los puestos de poder.
Solo lo consiguen los individuos más astutos y con menos barreras éticas a la hora de competir con los demás.
Aquellos a los que podríamos calificar como depredadores natos.
Y esto es lo que precisamente se niega a aceptar la mayoría de la población.
Que las personas que ostentan el poder y aquellos que nos gobiernan, tienen una actitud depredadora y albergan por todos y cada uno de nosotros la misma empatía que alberga un depredador por su presa.
Es decir, ninguna.
Y es que la visión del mundo que tienen los poderosos es bien simple: gana el más fuerte y punto.
Para ellos, el mundo se divide entre los que devoran y los que son devorados, entre los fuertes y los débiles.
El suyo no es un mundo de “buenos y malos”, como el que nos han inculcado a todos nosotros desde pequeños.
En su mundo solo hay ganadores y perdedores.
Y de alguna manera, disponen de la naturaleza en pleno para justificar su filosofía de vida.
Su modo de actuación tampoco comporta grandes complicaciones éticas: simplemente, cuando se fijan un objetivo, utilizan todos los instrumentos a su disposición para conseguirlo, eludiendo cualquier traba que se interponga en su camino.
Incluídas las trabas legales, morales e ideológicas.
¿Habeis visto alguna vez a un depredador desaprovechar la oportunidad de devorar al miembro más débil de una manada? Ellos actuan igual. Nunca desaprovechan una oportunidad.
En su mundo las palabras mentira, engaño o traición no tienen sentido.
Conocen la naturaleza de las cosas y saben que son conceptos inventados por el hombre, relacionados con otras creaciones humanas como el honor, los derechos, la igualdad, la justicia o el pacifismo.
Meros códigos abstractos que pueden ser ignorados si se interponen entre ellos y sus objetivos y que no existen más que en la psique de las personas, condicionando y limitando sus actos.
Y precisamente por eso los valoran tanto: son las trabas mentales que necesitan inculcar en aquellos a los que pretenden dominar…es decir, nosotros.
Si les preguntáramos nos dirían que “esas limitaciones son para los débiles mentales”…
Así pues, es absurdo apelar a los valores morales de un depredador. Es ridículo hablarle de justicia, derechos, igualdad o pacifismo.
Y es patético pretender que escuche tus reclamaciones, comprenda tus necesidades y cumpla con la palabra dada.
Los depredadores no pierden el tiempo con tonterías.
CÓMO ES EL PUEBLO
Como hemos visto, los depredadores no se ven limitados por códigos morales de ningún tipo. En su mente solo hay deseos y metas y una inteligencia completamente focalizada en alcanzarlas.
Y en contraposición a esto, ¿qué actitud tenemos nosotros, el pueblo?
Exactamente la contraria.
Desde pequeños, nuestra mente es moldeada como un laberinto repleto de muros, trabas y barreras que solo nos conducen a callejones sin salida.
Desde la más tierna infancia somos condicionados para acatar todo tipo de leyes y reglas de conducta; limitaciones morales; obediencia ciega a la autoridad y ante todo, y lo más importante, somos programados para que jamás, bajo ningun concepto, nos defendamos con nuestros propios medios.
Como un mantra de programación mental nos repiten, una y otra vez a lo largo de los años: “no puedes tomarte la justicia por tu mano”, “no puedes usar la fuerza”, “no puedes juzgar por tí mismo”, etc, etc, etc…
El objetivo está claro: arrebatarnos la capacidad de defendernos de las agresiones y delegarla en terceras personas asociadas a la autoridad, es decir, delegarla en los propios depredadores.
Una jugada maestra.
Así es como han conseguido convertirnos en un rebaño dócil, fácilmente conducible al matadero cuando convenga.
Y no sólo han levantado muros en el interior de nuestro cerebro.
También han construido muros entre nosotros.
Han dividido el rebaño en multitud de grupos enfrentados entre sí. Cada uno con su color, su bandera, su religión, su equipo de futbol.
Millones de ovejas divididas en pequeños grupos fácilmente depredables.
Millones de borregos insolidarios, recelosos de sus iguales y seguidores fervientes de los diferentes lobos que los devoran.
Así es el pueblo en realidad.
Tan bajo hemos caído que incluso le pedimos permiso al lobo para balar en señal de protesta.
¿Se puede ser más miserable?
UN DESPRECIO JUSTIFICADO
No es extraño pues, que nos desprecien profundamente.
Nos ven como consumidores descerebrados, mezquinos y desnaturalizados.
Porque para un depredador no hay nada más menospreciable que un animal que no se defiende y no lucha por su vida.
“Tal actitud va en contra de las leyes de la naturaleza y no merece ningún respeto”
Así pues, no es difícil imaginar lo que deben sentir cuando ven las mareas humanas manifestándose por las calles, suplicándoles por su vida y por sus derechos con actitud pusilánime.
¿Alguien se imagina a un grupo de gacelas manifestándose enmedio de las praderas africanas, ante no se sabe quién y clamando al cielo por los abusos de los felinos?
Los leones se morirían de risa.
Eso es exactamente lo que está haciendo el pueblo en estos momentos, lo que estamos haciendo todos ahora mismo.
Damos risa.
Por no decir pena.
UN LOBO EN LA HABITACIÓN
Esta es la situación que vivimos.
Estamos encerrados en una pequeña habitación, con un lobo hambriento.
Nos han lavado el cerebro y nos han inculcado que bajo ningún concepto podemos hacerle daño a ningún animal.
Y somos tan cobardes y estúpidos, que cuando vemos que el lobo nos enseña los dientes queremos pensar que nos sonríe. De hecho, nos autoconvencemos de ello.
Pero el lobo se acerca, paso a paso, salivando, con la mirada fija en nosotros y su gruñido cada vez es mas amenazador.
Y la pregunta clave es ¿qué vamos a hacer?
¿Le vamos a recitar al lobo la Carta Internacional de los Derechos Humanos para que no nos devore?
¿Le pediremos que recapacite y le diremos que su actitud es muy negativa y que “así no se va a ninguna parte”?
¿Qué tal si le recitamos un poema o le cantamos una bonita canción?
¿Y si hacemos una sentada de protesta y leemos un manifiesto de repulsa?
De poco servirá. El lobo tiene hambre. El lobo tiene fuerza. Y le encanta desgarrar con sus mandíbulas la carne fresca, masticar los músculos y partir los tendones. Es lo que más le gusta.
Así pues, aceptémoslo de una vez. Solo nos quedan 3 opciones:
La primera es cerrar los ojos y dejar que el lobo haga su trabajo. Eso es exactamente lo que estamos haciendo en la actualidad.
La segunda es enfrentarnos al lobo con las armas de las que dispongamos y convertir la lucha en un baño de sangre. Quizás ganemos la contienda, pero las secuelas serán terribles.
Y nos queda una tercera opción. La opción de aquellos que no quieren hacerle daño al lobo, pero tampoco quieren ser devorados.
La tercera opción es CAUSARLE MIEDO.
Demostrarle al depredador cuál es nuestro poder y el daño terrible que podemos infringirle.
Hacerle entender al lobo que si da un paso más, vamos a acabar con él.
Y eso solo será creíble si ve que realmente estamos dispuestos a hacerlo.
HA LLEGADO LA HORA DEL MIEDO
Es el momento de admitir que la realidad es la que es y no la que desearíamos que fuera.
Y eso implica ser valientes.
Mirarnos directamente al espejo y aceptar que hemos sido engañados, programados y manipulados durante toda la vida y que muchos de los valores que nos han inculcado y en los que creíamos, no son válidos en situaciones extremas como la actual.
Entender que en estos momentos no hallaremos más ayuda que nuestra propia fortaleza y que no podremos delegar en nadie la responsabilidad de luchar por nuestros derechos.
Que nuestro enemigo no negocia y no alberga ni compasión ni humanidad.
Que solo conoce la fuerza y el sometimiento.
Y que si no queremos ser devorados o caer en la violencia extrema, solo conseguiremos doblegarlo infundiéndole auténtico pavor.
UNA DEMOSTRACIÓN DE FUERZA
Lo primero que debemos hacer es demostrarle al depredador que tenemos fuerza suficiente como para infringirle terribles daños.
Muchas personas considerarán que es precisamente lo que hacemos cuando salimos a la calle a manifestarnos por nuestros derechos y las mareas de indignados inundan las calles y las plazas.
Bien, eso ciertamente es una manifestación de fuerza.
Digamos que es como la representación visual o teatralizada de la fuerza de la que se dispone.
En ese aspecto, una manifestación es muy parecida a un desfile militar o a lo que hacen muchos animales en determinadas situaciones.
Por poner un ejemplo muy próximo, es lo que vemos cuando un gato callejero eriza su pelo y nos bufa.
Nos está mostrando su enojo y su disposición a defenderse si violamos su espacio vital. Curiosamente y a pesar de que el gato es un animal ridículamente pequeño y débil al lado de un humano, a nadie se le ocurre meter la mano cuando lo ve así.
Sabemos que nos vamos a llevar un buen arañazo o incluso un mordisco.
Es pues una manifestación de la fuerza y la disposición a defenderse del gato, que viene respaldada por las miles de demostraciones en forma de arañazos que nos han brindado los gatos a lo largo y ancho del mundo, a pesar de que nosotros seamos mucho más grandes y fuertes.
¿Pero qué sucedería si los gatos jamás nos arañaran ni mordieran?
Pues que, sencillamente, cada vez que viéramos a un gato bufar, nos echaríamos a reir, porque sabríamos que todo es “teatro”.
Y eso es precisamente lo que sucede con las miles de manifestaciones a lo largo y ancho del mundo: son una representación teatral de poder popular que no viene respaldada por ninguna amenaza real.
Son como un gran desfile militar en el que todos supiéramos que los tanques y misiles son de cartón y que los soldados saben desfilar pero no saben disparar una arma.
Sería algo ridículo y sin sentido.
Una payasada.
Así pues, no nos engañemos más.
Todos sabemos que una manifestación representa una exhibición de fuerza, un acto ofensivo y una amenaza de actuación si no son atendidas determinadas reclamaciones.
Y esa fuerza que se exhibe, debe demostrarse.
Evidentemente, no estamos hablando de actos violentos, como romper cristales, quemar contenedores o enfrentarse a la policia. Eso es un acto de estupidez, que siempre, sospechosamente, favorece a las autoridades. Solo una panda de idiotas descerebrados puede caer en una trampa como esa.
Estamos hablando de demostrar el auténtico poder que representa esa manifestación.
Hablamos de completa desobediencia a la autoridad, manifestándola de la forma más conveniente en cada caso; de poner en peligro los múltiples intereses de aquellos contra los que te manifiestas, de forma audaz y efectiva; de mostrar fehacientemente que esa masa de personas no desean llegar a las “últimas consecuencias”, pero que si no les queda más remedio, lo harán.
Y lo repetimos de nuevo: no estamos hablando de usar la violencia.
Hablamos de usar la fuerza y provocar miedo en el oponente.
EL USO DE LA FUERZA
Nos han tratado de inculcar, por activa y por pasiva, que el uso de la fuerza no lleva a ninguna parte.
Y esa es la mayor mentira que habremos escuchado a lo largo de nuestras vidas.
El universo entero se rige por la fuerza. En todos los aspectos, desde las dinámicas microscópicas subatómicas, hasta cualquier dinámica animal o social.
Es ridídulo pensar lo contrario.
Y es que hay una tendencia simplista a relacionar el uso de la fuerza con el uso de la violencia.
Pero en realidad, hay muchos tipos de fuerza.
La inteligencia, la astúcia, la solidaridad, el amor, la necesidad, la independencia individual, el sacrificio desinteresado por los demás, todas ellas son representaciones de fuerza.
Simplemente, deben utilizarse de la forma adecuada en el momento adecuado. (Por ejemplo, es absurdo sentir solidaridad con el lobo cuando estás luchando con él: eso solo te conducirá a la tumba)
Y es que todos y cada uno de nosotros debería sentir vergüenza ante la situación que estamos viviendo.
Nos hemos convertido en seres dominados y esclavizados por aquellos que dependen completamente de nosotros.
Nosotros les damos de comer, les confeccionamos los vestidos, fabricamos sus coches, sus aparatos electrónicos, construímos sus casas y las limpiamos, les curamos cuando están enfermos y les protegemos de los intrusos.
Nuestros depredadores dependen al 100% de nosotros.
¿Es posible, pues, tener más fuerza?
¿No deberían estar absolutamente aterrorizados ante cualquiera de nuestras acciones?
Bien, pues de eso se trata.
De poner las cosas en el lugar que les corresponde.
Y para hacerlo, se debe usar la fuerza de la que se dispone y de la forma que sea necesaria.
Sin vacilaciones ni remordimientos.
Hasta que nuestros depredadores comprendan que si no retroceden, van a perderlo TODO.
Ha llegado la hora de que el miedo cambie de casa.
De que abandone las fábricas y los talleres, las tiendas y los mercados, las calles y los parques y los humildes salones de nuestros hogares.
Démosle al miedo una nueva residencia en la que se sienta cómodo para siempre.
Ha llegado la hora de que el miedo se instale en las más suntuosas mansiones, en las suites mas caras de los hoteles de lujo y en las islas privadas.
Ha llegado la hora de que deje de viajar en clase turista o en utilitario y lo haga en jet privado y en limusina.
Ha llegado la hora de que el miedo recorra eternamente los pasillos de los palacios, como un espectro amenazador, hasta que vivir en ellos sea un infierno y ya no les salga a cuenta.
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