Historia sobre un hombre que no creía
en el amor. Se trataba de una persona normal, como tú y como yo, pero lo que lo
hacía especial era su manera de pensar: estaba convencido de que el amor no
existía. Había acumulado mucha experiencia en su intento de encontrar el amor,
por supuesto, y observado a la gente que tenía a su alrededor. Se había pasado
buena parte de su vida intentando encontrar el amor y había acabado por
descubrir que el amor no existía.
Donde quiera que fuese solía
explicarle a la gente que el amor no era otra cosa que una invención de los
poetas, una invención de las religiones que intentaban, de este modo, manipular
la débil mente de los seres humanos para controlarlos y convertirlos en
creyentes. Decía que el amor no era real y que, por esa razón, ningún ser
humano lo encontraría jamás aun cuando lo buscase.
El hombre continuó hablando
incansablemente de todas las razones por las cuales creía que el amor no
existía y siguió diciendo: «Yo ya he pasado por todo eso. No volveré a permitir
que nadie manipule mi mente y controle mi vida en nombre del amor». Sus
argumentos eran bastante lógicos y convenció a mucha gente con sus palabras. El
amor no existe.
Sin embargo, un día, este hombre
salió a dar un paseo por un parque, donde se encontró, sentada en un banco, a
una hermosa mujer que estaba llorando. Cuando advirtió su llanto, sintió
curiosidad, se sentó a su lado y le preguntó si podía ayudarla. También le
preguntó por qué lloraba. Puedes imaginar su sorpresa cuando ella le respondió
que estaba llorando porque el amor no existía. Él dijo: «Esto es increíble:
¡una mujer que cree que el amor no existe!». Por supuesto, quiso saber más
cosas de ella.
-¿Por qué dice que el amor no existe?
-le preguntó.
-Bueno, es una larga historia
-replicó ella-. Me casé cuando era muy joven, estaba muy enamorada, llena de
ilusiones y tenía la esperanza de compartir mi vida con el que se convirtió en
mi marido. Nos juramos fidelidad, respeto y honrarnos el uno al otro, y así
creamos una familia. Pero, pronto, todo empezó a cambiar. Yo me convertí en la
típica mujer consagrada al cuidado de los hijos y de la casa. Mi marido
continuó progresando en su profesión y su éxito e imagen fuera del hogar se
volvió para él en algo más importante que su propia familia. Me perdió el
respeto y yo se lo perdí a él. Nos heríamos el uno al otro, y en un momento
determinado, descubrí que no le quería y que él tampoco me quería a mí.
Pero los niños necesitaban un padre y esa fue la excusa que utilicé para
continuar manteniendo la relación y apoyarle en todo. Ahora los niños han
crecido y se han independizado. Ya no tengo ninguna excusa para seguir junto a
él. Entre nosotros no hay respeto ni amabilidad. Sé que, aunque encontrase a
otra persona, sería lo mismo, porque el amor no existe. No tiene sentido buscar
algo que no existe. Esa es la razón por la que estoy llorando.
Como la comprendía muy bien, la
abrazó y le dijo:
-Tiene razón, el amor no existe. Buscamos el amor, abrimos nuestro corazón, nos
volvemos vulnerables y lo único que encontramos es egoísmo. Y, aunque creamos
que no nos dolerá, nos duele. No importa cuántas relaciones iniciemos; siempre
ocurre lo mismo. Entonces ¿para qué seguir buscando el amor?
Se parecían tanto que pronto trabaron una gran amistad, la mejor que habían tenido
jamás. Era una relación maravillosa. Se respetaban mutuamente y nunca se
humillaban el uno al otro. Cada paso que daban juntos les llenaba de felicidad.
Entre ellos no había ni envidia ni celos, no se controlaban el uno al otro y
tampoco se sentían poseedores el uno del otro. La relación continuó creciendo
más y más. Les encantaba estar juntos porque, en esos momentos, se divertían
mucho. Además, siempre que estaban separados se echaban de menos.
Un día él, durante un viaje que lo
había llevado fuera de la ciudad, tuvo una idea verdaderamente extraña. Pensó:
«Mmm, tal vez lo que siento por ella es amor. Pero esto resulta muy distinto de
todo lo que he sentido anteriormente. No es lo que los poetas dicen que es, no
es lo que la religión dice que es, porque yo no soy responsable de ella. No
tomo nada de ella; no siento la necesidad de que ella cuide de mí; no necesito
echarle la culpa de mis problemas ni echarle encima mis desdichas. Juntos es
cuando mejor lo pasamos; disfrutamos el uno del otro. Respeto su forma de
pensar, sus sentimientos. Ella no hace que me sienta avergonzado; no me molesta
en absoluto. No me siento celoso cuando está con otras personas; no siento
envidia de sus éxitos. Tal vez el amor sí existe, pero no es lo que todo el
mundo piensa que es».
A duras penas pudo esperar a volver a casa para hablarle de su extraña idea.
Tan pronto empezó a explicársela, ella le dijo: «Sé exactamente lo que me
quieres decir. Hace tiempo que vengo pensando lo mismo, pero no quise
compartirlo contigo porque sé que no crees en el amor. Quizás el amor sí que
existe, pero no es lo que creíamos que era». Decidieron convertirse en amantes
y vivir juntos, e increíblemente, las cosas no cambiaron entre ellos.
Continuaron respetándose el uno al otro, apoyándose, y el amor siguió creciendo
cada vez más. Eran tan felices que incluso las cosas más sencillas les
provocaban un canto de amor en su corazón.
El amor que sentía él llenaba de tal
modo su corazón que, una noche, le ocurrió un gran milagro. Estaba mirando las
estrellas y descubrió, entre ellas, la más bella de todas; su amor era tan
grande que la estrella empezó a descender del cielo, y al cabo de poco tiempo,
la tuvo en sus manos. Después sucedió otro milagro, y entonces, su alma se
fundió con aquella estrella. Se sintió tan inmensamente feliz que apenas fue
capaz de esperar para correr hacia la mujer y depositarle la estrella en sus
manos, como una prueba del amor que sentía por ella. Pero en el mismo momento
en el que le puso la estrella en sus manos, ella sintió una duda: pensó que ese
amor resultaba arrollador, y en ese instante, la estrella se le cayó de las
manos y se rompió en un millón de pequeños fragmentos.
Ahora, un hombre viejo anda por el
mundo jurando que no existe el amor, y una hermosa mujer mayor espera a un
hombre en su hogar, derramando lágrimas por un paraíso que una vez tuvo en sus
manos pero que, por un momento de duda, perdió. Esta es la historia del hombre
que no creía en el amor.
“La maestría del amor”.
Dr. Miguel Ruiz.
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