gracias a @AlexPalahniuk por la noticia
Si con libros como La verdad sobre el caso Savolta o El misterio de la cripta embrujada, Eduardo Mendozaparodió a la perfección la novela detectivesca, es con La Ciudad de los Prodigios cuando demuestra que no es sólo un creador de sátira o un inventor de situaciones rocambolescas. A través de la pátina de la crónica social esboza, partiendo de una premisa parecida a la que Honoré de Balzac hizo con la gigantesca La Comedia Humana en el siglo XIX o como haría años después Juan Manuel de Prada con Las Máscaras del Héroe, un retrato de la evolución del entorno urbano, social y, dicho sea de paso, de España, con la salvedad de que éste lo hizo a través de Barcelona. Nuestro país, entreverado en el marco de una Europa que, a finales del XIX y principios del XX, se encontraba acechada por el marco de los nacionalismos –principalmente el de una Alemania que, tras haber apartado a Otto Von Bismarck de la Cancillería, viraba hacia una política exterior mucho más agresiva que la de su predecesor, basada en la welpolitik y los equilibrios de poder- escribiría su historia, a partir de entonces, con letras de sangre. Sin embargo, en la novela del escritor catalán, se cuenta el proceso de evolución del país ibérico a través de las vivencias de Onofre Bouvila: un provinciano de procedencia poco clara pero el cual, a través de pequeñas escaramuzas y negocios -al margen de la legalidad, en muchos casos-, consigue, con el paso del tiempo, en convertirse en el hombre de negocios más rico del país. A grandes rasgos, el argumento podría ser ése; pero en la novela de Mendoza, la crónica social e histórica, acompañada de retazos de ese humor inglés tan característico en él, gravita en torno a tres ideas: la idea del progreso, la influencia de éste en el seno de la política y sociedad española y, por último, la propia naturaleza del español, siempre tan refractaria a las innovaciones.
A través de este marco histórico, que el autor la sitúa entre las dos Exposiciones Universales de 1888 y 1929 respectivamente, nos encontramos una Barcelona y una España que se encuentran entre dos encrucijadas: por una parte, la de aceptar esa evolución que se estaba produciendo en Europa, con la bicefalia predominante entre dos sistemas políticos enfrentados como el marxismo y el liberalismo, o, por el contrario, seguir en esa cerrazón castiza, en ese regimen prácticamente anclado en valores feudales que dinamitaban, entre otras cosas, la consolidación de una burguesía que veía en el extranjero el remedio acuciante para ese cáncer que siempre ha sido la endogamia existente entre el sistema político y el tejido empresarial. Interesantes las páginas que el catalán dedica a la propia evolución delanarquismo en este país, empezando como una idea casi inédita hasta convertirse, con el paso del tiempo, especialmente, con La semana trágica de Barcelona y el atentado fallido en la boda de Alfonso XIII, en un mal que, debido a su ausencia de autoritarismo, se congraciaba poco y mal con el proceso de regeneración democrática que se estaba intentando llevar a cabo y el progreso en lo que a tecnología se refería. La Revolución Industrial, que en un principio debería haber traído prosperidad con la creación de más empresas y puestos de trabajo, aumentó el proceso de precarización laboral, dando lugar así a esa teoría de la división del trabajo la cual, sobre todo, en las colonias, facilitó que éstas sólo trabajasen para las metrópolis y se convirtieran en tributarios del subdesarrollo, la desesperanza y con ello, la aparición de una sociedad fría, individualizada, con un sentido colectivo atrofiado y la opresión como punto dominante. Este tema no pasó inadvertido en una España que llegó tarde a estos cambios y que tuvo a Cataluña y a la Ciudad Condal, en concreto, como eje de una evolución que si uno lee nuestra historia, rara vez ha encontrado voces entusiastas salvo la de unos cuantos.
En La Ciudad de los Prodigios, Mendoza no sólo analiza el cambio tecnológico, sino, también, el social y no sólo desde el punto de vista de las clases medias o bajas: con cierta ironía habla del papel inquisitivo del Ejército, las clases altas y su asincronía con los tiempos que corrían, al igual que los desmanes del conservadurismo del gobierno de Maura y el concepto malentendido de liberal por parte deCanalejas. En cada una de las páginas de la obra fluye una especie de desencanto ante el rumbo de un país que, en ese instante, de forma casi dramática quería afrontar en pocos años cambios para los que hacía una preparación de siglos. Pero lejos de hablar de éste con la sequedad de la que hace gala, por ejemplo Pérez -Reverte, lo usa con una fina ironía propia de la novela costumbrista del siglo XIX y la picaresca en sí. Muy crítico con su tierra en sí, siempre ha usado, en cierto modo, ese afán provinciano de los catalanes a la hora de querer ser como los europeos y esa burguesía a la que tanto admiraban y luego formar, entre ellos, una especie de secta: Onofre Bouvila, pese a haber ascendido a lo más alto debido a su ingenio, tesón y su arribismo, nunca se vería aceptado en el cenáculo de los prohombres. Su carácter altanero y malhumorado, fruto de las penurias y las estrecheces pasadas de niño, lo colocó al frente del empresariado barcelonés; pero, ni aun así se sentía satisfecho. Cuando vio que España seguía empeñada en caminar en dirección opuesta al progreso, se pregunta, a menudo que, si bien él es malo, el mundo era peor que él. Y razón no le faltaba: en un país de envidias y en el que siempre nos gobernó la sinrazón, el bienestar individual en nuestro país siempre despertó muchos recelos. Bouvila no dejó de ser un hombre hecho a sí mismo: fruto de un entorno social y familiar poco benigno, pronto adquirió la conciencia de que, en esta vida, el delito es fruto de la naturaleza y la represión: cuanto más frenos imponga la sociedad, éste siempre tendrá más facilidades a la hora de realizarse.
También es fundamental el papel que juega Barcelona en la novela. De la misma que forma que Dumas o el citadoBalzac se encontraban poseídos por el embrujo de París, Mendoza aúna a la perfección esa Barcelona modernista y cosmopolita que se estaba gestando junto con otra mucho menos amable. No es casualidad que parte la acción se sitúe, muchas veces, en el puerto de ésta buscando así conciliar dos puntos de vista: el de la élite económica y el de los pícaros. Gracias a esto, la capital catalana deja de ser una ciudad para ser un elemento más del libro juzgando a los personajes, jugando con sus designios, frustrando sus aspiraciones o bien colmando otras. No era esa ciudad de las oportunidades que siempre ha querido arrogarse, tal y como deja patente el novelista en las páginas. Sus propias clases dirigentes, pese a su empuje comercial, hacían gala de un regionalismo que, en cierta medida, aún pervive en la actualidad en algunos aspectos. Socratizando la ciudad y sus gentes, consigue reírse de los esquemas establecidos y crear el suyo propio: Barcelona como una ciudad moderna y provinciana, emprendedora pero inmovilista en muchos aspectos, limpia a la par que llena de menesterosos; desfigura su ciudad a su antojo, mezclando los conceptos históricos para procurarse un goce a la hora de reconstruirla con el pretexto de las dos Exposiciones Universales. Profundamente iconoclasta, busca con la desacralización de la tierra que le vio nacer, seguramente, para invitar a la reflexión sobre cómo la propia historia de España, plagada siempre de más oscuros que de claros, ha propiciado, en cierta forma, que el mito alimente lo que no sucedió nunca dando pábulo a una nostalgia sobre todo aquello que no vivimos y que, cuando no lee estas páginas, es irremediable no pensar en ello.
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