Uno de los hechos geoestratégicos más singulares de este fin de era es que el más firme aliado de los E.E.U.U. en su política de sometimiento del Oriente Medio sea precisamente Arabia Saudí, la nación en la que se encuentra el supremo santuario musulmán de la Meca. La coincidencia de los intereses entre esta nación e Israel no puede menos que chocar a un observador externo, a no ser que detrás de las apariencias se esconda un hecho aún más sorprendente y desconocido hasta ahora: el origen judío de la actual dinastía real saudí, emparentada con la tribu de Qaynuqa´, los judíos expulsados por Mahoma hace catorce siglos que habrían recuperado finalmente el control de la tierra de sus ancestros, merced a la hábil infiltración realizada por Mordakhai bin Ibrahim bin Moshe, un mercader judío de Basora, quien en el año 851 se unió a la caravana del clan Al Masalik hacia Najd, en Arabia. Mordakhai convenció a sus nuevos socios de su origen árabe, y gracias a su habilidad para borrar su pasado pudo instalarse en Al-Dir (Diriyah, cuna de la dinastía real saudí) bajo un nuevo nombre. Reunió el apoyo de las tribus beduinas y logró declararse rey, pero el asedio a Diriyah de tribus insurgentes le obligó a huir y refugiarse en Al-Arid (la actual capital saudí Riad).
Bajo su nueva identidad de jeque árabe Modakhai tuvo abundante descendencia, siendo éste el origen de la casa de Saud, dueños del territorio más extenso de la península arábiga, al que han dado su nombre familiar. Constituyen una dictadura extrema, reforzada en lo religioso por la ficción de haber vinculado su linaje con el del Profeta -ningún registro histórico atestigua esta relación- y en lo económico por la fortuna de explotar las enormes reservas de petróleo existentes bajo las arenas de un reino que consideran de su propiedad.
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