Cuando tenía 4 años, participé por primera vez en una campaña de publicidad con otros niños. Mi madre, impulsada por mi abuela, me apuntó a una agencia de modelos a esa edad. Así, crecí compitiendo y rivalizando con otros.
Con 13 años, ya tenía claro -porque mi madre y mi buela así me lo habían inculcado-, que quería ser una “top model”. No ignoraba que para lograrlo debía sacrificarme y anteponer este objetivo a cualquier otra cuestión.
Mi sacrificio por ser modelo no sólo se limitaba a vigilar, atenta y escrupulosamente, mi dieta, sino también a estar siempre pendiente de la báscula, pues los procesos de selección eran cada vez más exigentes. También tuve que renunciar a mi juventud. Crecí sin tener una amiga con la que poder intercambiar impresiones, porque, aunque con mi madre tenía mucha confianza, no dejaba de ser mi madre. Con mis compañeras, la fuerte rivalidad que existía impedía esta relación.
Viví sólo para lograr un sueño que no es fácil de alcanzar por mucho que lo parezca. Puedes ganarte la vida como modelo pese a la competencia, pero esto no significa que consigas destacar. En mi caso, participé en desfiles, hice publicidad, catálogos de moda, vídeos promocionales.. pero cuando parecía que mi suerte podía cambiar, ocurría algo que desvanecía dicha oportunidad.
Hay un aspecto sobre el que quisiera poner especial énfasis: comía muy poco, algo bastante generalizado entre los modelos. En este sentido, puedo segurar que no se ajusta a la realidad el típico comentario de algunas famosas cuando se les pregunta sobre su dieta y responden que “comen de todo”. Les aseguro que si comiéramos de todo no daríamos la talla exigida. Una modelo, habitualmente, come poco y se pesa cada día, especialmente cuando se tiene un desfile. A causa de ello, me desmayé mientras participaba en una pasarela. Algo normal, ya que llevaba dos días sin apenas probar bocado.
A raíz del desmayo, mi vida cambió. Tuve que ser hospitalizada para tratar la severa y grave anemia que sufría. Y fue, en mitad de esta triste circunstancia, cuando conocí el amor, por quien abandoné una vida ficiticia y cruel por una más real y de mayor plenitud. Lo primero que él hizo fue arrancarme una sonrisa. Y, más tarde, hacerme reir. Fue entonces cuando me di cuenta de que no solía reírme porque, en el fondo, era una mujer triste. No era fácil que pudiera estar alegre, pues, más allá de mi anemia, tenía una depresión provocada por la continua ansiedad a la que estaba expuesta. Además, agravada por el hecho de sentir que había perdido un buen contrato y la ocasión de desfilar en la pasarela Milán, una de las grandes oportunidades que ansía toda aspirante a “top model”.
Perdí una oportunidad profesional, pero empecé a sonreír, a esperar que él apareciera por la puerta de la habitación y, con su presencia, me pusiera de buen humor. En este incipiente estado, aún no reconocía que podía estar enamorándome, tan sólo me parecía que era la primera persona alegre y natural con la que me topaba cuya conversación estaba fuera del ámbito en el que yo solía moverme.
Estar hospitalizada no parecía la circunstancia más propicia para el enamoramiento, pero el amor aparece cuando menos lo esperas. A mí, me llegó en esta situación. Como habrán deducido, era médico y tuve la suerte de tenerlo en la planta en la que permanecí. Gracias a la atención que me brindó, todo comenzó a mejorar, porque empecé a remontar de mi tristeza y mi depresión. Consecuentemente, también me recuperé de mi enamia. Más tarde, gracias a su apoyo, también pude superar los trastornos alimenticios que padecía y que, por miedo, nunca había revelado a nadie; él fue el primero en conocer mi secreto.
Para mi madre supuso ese cambio de vida un gran disgusto lo de dejar mi carrera, pero no me arrepiento de haberlo hecho. No cambio mi vida actual por otra. Hoy me siento feliz y contenta, porque tomé la decisión adecuada.
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