Nuestra mente está llena de ellas.
De hecho las han utilizado para programarnos con ellas desde pequeños, a base de repetírnoslas constantemente con tono sentencioso.
Se trata de pequeñas frases y aseveraciones aparentemente bienintencionadas, pero que si las analizamos bien, veremos que ocultan en su interior retorcidos mecanismos de programación para limitar nuestro poder individual.
Podríamos considerar estas afirmaciones de tono casi moralista como la versión moderna y sustitutiva del “esto es pecado”, pues tienen la intención de condicionar nuestros actos y generar un cierto sentimiento de culpa al que no las obedezca ciegamente.
Hay muchas de estas supuestas “verdades” instaladas en nuestro cerebro, pero en este artículo nos centraremos en una en concreto:
“TU LIBERTAD TERMINA DONDE EMPIEZA LA DE LOS DEMÁS”
Aparentemente, se trata de una de las afirmaciones con más carga educativa que podemos encontrar.
Una forma gráfica de inculcarle a un niño dónde se encuentran los límites de sus actos y cuándo empiezan a afectar negativamente a las demás personas.
Quien más quien menos la habrá escuchado en alguna ocasión y algunos aún recordamos la primera vez que nos la soltó algún viejo docente en nuestra infancia, con el fin de corregir nuestra actitud.
Típica frasecilla que creemos “sabia” y que repetimos como loros
Sin embargo, esta afirmación contiene en su interior una trampa sutil, pues arroja una serie de preguntas difíciles de responder: si mi libertad termina donde empieza la de los demás, ¿Dónde empieza y termina la libertad de los demás? ¿Y la mía? ¿Cuáles son los límites de todas nuestras libertades? ¿Quién los establece? ¿Los establezco yo? ¿Los establecen las demás personas?
Y es que aquí es donde reside la clave del asunto: para reglamentar dónde empiezan y terminan las libertades de cada uno, hacen falta reglasque garanticen la convivencia social.
Es decir, imponerle LÍMITES a tu libertad individual.
Límites que no estableces tú mismo, sino que te son impuestos desde el exterior, por más que la frase pretenda insinuar falsariamente que la gestión de tu libertad dependerá de tu criterio personal.
Y aunque la mayoría de personas que hacen uso de la frase no sean conscientes de ello, este es el auténtico objetivo que oculta esta aseveración: no trata de garantizar la convivencia social, sino que busca que aceptes que alguien externo a ti ponga límites a tu libertad y acates esa imposición como algo bueno y positivo, basádandose en supuestas normas morales o sociales.
Puede parecer razonable que todos renunciemos a parte de nuestra libertad para convivir pacíficamente los unos con los otros.
Y esta frase sobre los límites de la libertad resume muy bien esa necesidad.
Pero en realidad se basa en un truco conceptual.
La trampa consiste en crear una imagen de la libertad parecida a una pompa de jabón que nos rodea y que al rozar con la pompa de jabón de otra persona acaba estallando, dejando así de ser “libertad”.
Y esta visión de la libertad, aunque resulte muy gráfica y facilona para los niños, es absolutamente errónea.
De hecho, no tiene ningún sentido.
Porque el problema fundamental reside en que, en este concepto de libertad tipo “pompa de jabón”, se tratan de insertar por la fuerza los conceptos de “bondad y maldad”, con el fin de delimitarla y orientarla socialmente.
Y esos códigos morales nada tienen que ver con la libertad en sí.
La libertad no es ni buena ni mala.
Es libertad y punto.
Y debemos aceptarla tal y como es, sin crearnos imagenes falsas en nuestra psique.
Tu libertad incluye la posibilidad de oprimir o destruir la de los demás.
Tu libertad incluye la posibilidad de causar daño y dolor a las demás personas.
Aunque la utilices de la peor manera posible, sigue siendo tu libertad; libertad en estado puro.
En todo caso debes ser tú mismo quien imponga los límites para no hacerle daño a las demás personas, no porqué existan normas sociales que te digan “que está mal hacerlo”, sino porqué tú lo sientas realmente así en tu interior.
Las buenas normas y reglas de convivencia no sirven de nada si no se sienten como una necesidad y en cambio se perciben como una imposición vacía de contenido.
Desde pequeños nos educan para obedecer reglas, normas y leyes, nos cuentan para qué sirven, pero no nos ayudan a descubrir el sentimiento asociado que debería acompañarlas.
Y es que ese sentimiento solo puede surgir de la percepción de una libertad sin límites.
Nuestro mundo estaría mucho más sano si todos los individuos fuéramos plenamente conscientes de que nuestra libertad nos otorga la capacidad de hacer daño a los demás, aceptáramos este hecho como algo natural y entonces, voluntariamente, renunciáramos a ello.
Entonces llevaríamos a cabo un acto de plena soberanía individual, basado en el auténtico amor y respeto hacia todo lo que nos rodea.
En cambio no hay amor ni respeto alguno en la obligación de obedecer normas y reglas bajo la amenaza de castigo o sanción por parte de la sociedad.
En este caso, el único sentimiento que acompaña a tus actos es el del miedo a ser sancionado.
Y todo esto nos lleva a una curiosa paradoja cuando queremos inculcarle a nuestros descendientes un concepto de libertad que garantice la perfecta convivencia entre individuos.
La paradoja radica en que los sentimientos de empatía más fuertes se consolidan cuando una persona experimenta “el mal” de forma natural, haciendo daño a los demás y sufriéndolo en propia carne.
Entonces es cuando se da cuenta de las consecuencias que tienen sus actos y puede llegar a decidir, consciente y libremente, renunciar a determinadas actitudes, si su nivel de conciencia se lo permite.
Aprende de forma natural que lo mejor es dar a los demás lo mismo que él desea recibir de ellos.
Sin embargo, con la sanción preventiva de las “malas acciones” mediante la aplicación de reglas, jamás se consigue erradicar el mal uso de la libertad.
De hecho, los impulsos capaces de dañar a los demás siguen “ahí dentro”, reprimidos, ocultos en la psique, sin ser enfrentados ni derrotados por la conciencia, esperando una ocasión oportuna para manifestarse en toda su magnitud.
Así jamás puede erradicarse lo que alguna gente llama “la maldad”, simplemente porque no llegamos a enfrentarnos directamente a ella, ni tan solo como concepto intrínseco a nosotros o como opción natural en nuestra toma de decisiones.
Podemos verlo a nuestro alrededor: el mundo está repleto de personas bien educadas y programadas con las “aseveraciones más sabias y bondadosas”; sin embargo, la falta de empatía y “la maldad” no parecen haberse reducido demasiado, por muy alfabetizados y moralizados que estemos todos.
Ese es el efecto oculto tras afirmaciones limitantes del tipo: “tu libertad termina donde empieza la de los demás”
Parecía una afirmación sabia, intachable y bienintencionada.
Casi una verdad indiscutible.
Pero quizás deberíamos reflexionar más a fondo sobre los conceptos que les inculcamos a las generaciones venideras.
A veces los elementos más sutiles acaban levantando muros en nuestra psique que nos acompañarán toda la vida.
Como podemos ver, éste no es un tema nada fácil…
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