Cuando se viaja a lugares remotos, donde viven gentes con
costumbres y culturas diferentes, a menudo el viajero disfruta las rutinas de
sus habitantes como algo extraordinario.
Y en ese ánimo me encontraba,
mientras permanecía sentado en uno de los buses que recorrían
una soleada Cali, observando desde la ventanilla con cierta algarabía
emocional, lo que a mis compañeros de viaje probablemente les debió parecer una
tediosa sucesión de insignificantes cotidianidades.
Mientras el bus recorría una de las atestadas avenidas repletas de
todo tipo de vehículos, observe, sorprendido, lo que me pareció algún
tipo de vendedor ambulante; aquella persona tenía su puesto, si se le podía
llamar de esa manera, en el pequeño espacio central entre ambos sentidos de una
de las principales arterias de la ciudad.
Cuando el bus se acercó lo suficiente, me di cuenta de que era una
mujer de raza negra, y que de un depósito de color blanco ofrecía a los
ocupantes de los vehículos que se paraban en su cercanía algún tipo de líquido
en vasos de plástico. Pronto estuve más cerca y comprobé que vendía zumo de
mandarinas.
Afortunadamente el bus se paró muy cerca de la mujer y ella
alegremente y sin dejar de sonreír se apresuró a anunciar su mercancía.
Tan raudamente como pude, saque media cabeza, agite los brazos y
al momento estaba saboreando aquel fresquísimo y sabroso zumo. Me lo tome casi
de un trago, mientras la mujer no dejaba de mirarme con una sonrisa que me pareció
tan fresca y vivificante como el propio jugo.
Después, alargo los brazos para recoger el vaso vacío
y su dinero y sin dejar de sonreír me pregunto si quería un poco más.
No pude rechazar su oferta, y aproveche los pocos segundos
que quedaban antes de que el bus volviera a reanudar la marcha, para disfrutar
nuevamente de ese maravilloso líquido.
Unos segundos después, gire la cabeza hacia atrás y ahí seguía
ella, con su depósito blanco ofreciendo sonrisas y zumos a pesar del calor y de
lo evidentemente claustrofóbico y peligroso de su trabajo ya que
continuamente desfilaban decenas y decenas de vehículos que pasaban
zumbando a escasos centímetros tanto de su espalda como de su cabeza.
Y mientras la observaba, la bauticé como «el Ángel de las
mandarinas», pues me maravillo que aquella mujer, que a buen seguro debió haber
tenido una vida dura y probablemente humillante desde su más tierna infancia,
pudiera desempeñar un trabajo tan duro con aquel aplastante entusiasmo.
Ya de regreso a mi ciudad de origen, entre en la cafetería
habitual, me tome mi matinal café, sin sonrisas, y pensé que fantástico seria
que todos tuviéramos algún tipo de Ángel cotidiano que con su alegría nos
recordara lo bello que es dar lo mejor de si mismo a un desconocido...
Sea Typhon
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