jueves, 9 de abril de 2015

EL ANGEL DE LAS MANDARINAS



Cuando se viaja a lugares remotos, donde viven gentes con costumbres y culturas diferentes, a menudo el viajero disfruta las rutinas de sus habitantes como algo extraordinario. 


Y en ese ánimo me encontraba, mientras permanecía sentado en uno de los buses que recorrían una soleada Cali, observando desde la ventanilla con cierta algarabía emocional, lo que a mis compañeros de viaje probablemente les debió parecer una tediosa sucesión de insignificantes cotidianidades.

Mientras el bus recorría una de las atestadas avenidas repletas de todo tipo de vehículos, observe, sorprendido,  lo que me pareció algún tipo de vendedor ambulante;  aquella persona tenía su puesto, si se le podía llamar de esa manera, en el pequeño espacio central entre ambos sentidos de una de las principales arterias de la ciudad. 

Cuando el bus se acercó lo suficiente, me di cuenta de que era una mujer de raza negra, y que de un depósito de color blanco ofrecía a los ocupantes de los vehículos que se paraban en su cercanía algún tipo de líquido en vasos de plástico. Pronto estuve más cerca y comprobé que vendía zumo de mandarinas.

Afortunadamente el bus se paró muy cerca de la mujer y ella alegremente y sin dejar de sonreír  se apresuró a anunciar su mercancía.

Tan raudamente como pude, saque media cabeza, agite los brazos y al momento estaba saboreando aquel fresquísimo y sabroso zumo. Me lo tome casi de un trago, mientras la mujer no dejaba de mirarme con una sonrisa que me pareció tan fresca y vivificante como el propio jugo.

Después, alargo los brazos para recoger  el vaso vacío y  su dinero y sin dejar de sonreír me pregunto si quería un poco más.

No pude rechazar su oferta, y aproveche los pocos segundos que quedaban antes de que el bus volviera a reanudar la marcha, para disfrutar nuevamente de ese maravilloso líquido.

Unos segundos después, gire la cabeza hacia atrás y ahí seguía ella, con su depósito blanco ofreciendo sonrisas y zumos a pesar del calor y de lo evidentemente claustrofóbico y peligroso de su trabajo ya que  continuamente desfilaban  decenas y decenas de vehículos que pasaban zumbando a escasos centímetros tanto de su espalda como de su cabeza.

Y mientras la  observaba, la bauticé como «el Ángel de las mandarinas», pues me maravillo que aquella mujer, que a buen seguro debió haber tenido una vida dura y probablemente humillante desde su más tierna infancia, pudiera desempeñar un trabajo tan duro con aquel aplastante entusiasmo.

Ya de regreso a mi ciudad de origen, entre en la cafetería habitual, me tome mi matinal café, sin sonrisas, y pensé que fantástico seria que todos tuviéramos algún tipo de Ángel cotidiano que con su alegría nos recordara lo bello que es dar lo mejor de si mismo a un desconocido...

Sea Typhon

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