Un venerable monje budista vivía prácticamente apartado del mundanal ruido, meditando y contemplando los dorados atardeceres. Sólo rompía su rutina para impartir sus enseñanzas místicas a un joven alumno. En una de estas sesiones le ordenó lo siguiente: “Querido mío, acércate al cementerio y grita toda clase de halagos a los muertos”. Eso hizo, antes de regresar ante el maestro.
“¿Qué te respondieron los muertos?”, le preguntó el monje. “Nada”, dijo el muchacho.
“Siendo así, tendrías que volver al cementerio y, una vez allí, insultar a los muertos”, continuó el maestro. Obediente, aunque sin entender ni el motivo ni la razón de lo que pedía, se dirigió de nuevo hasta el camposanto y, de pie en medio de las numerosas tumbas, soltó todo tipo de imporperios. ” ¿Qué te respondieron los muertos?”, volvió a preguntar el anciano monje. A lo que el alumno respondió con un lacónico “¡nada!”
El maestro concluyó: “Así debes ser tú: indiferente como un muerto a los halagos y a los insultos de los demás. Quien hoy te elogia mañana te puede insultar y al revés. No seas como una hoja a merced del viento de los halagos e insultos y sé siempre fies a ti mismo”.
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