lunes, 7 de diciembre de 2015

¿Dolarización?


Los costos sociales, económicos y políticos podrían ser muy altos si nos confiamos exclusivamente en el piloto automático de la dolarización


Humberto García Larralde / Soberania.org


Entenderemos como dolarización, a los fines de los siguientes comentarios, el remplazo del bolívar por el dólar en las transacciones domésticas de la economía. Para algunos opinadores sería la forma de salir del actual desorden macroeconómico que ha destruido la actividad productiva y nos ha empobrecido tanto. Argumentan que la eliminación de la moneda evitaría manejos cambiarios que impactan sobre los precios y sobre las expectativas de inversionistas y ahorristas, amén de que no habrían ataques contra el bolívar que agotarían las reservas internacionales; se erradicaría la política monetaria y, por ende, la expansión discrecional de los agregados monetarios; obligaría al fisco al equilibrio intertemporal de su gestión al no existir el financiamiento monetario; forzaría la alineación de las estructuras de costo domésticas con las del mercado internacional; y llevaría a que la remuneración salarial convergiera con el valor de la productividad laboral. Todo ello redundaría en que la inflación doméstica bajara drásticamente hasta equipararse con la de nuestros principales socios comerciales. Impondría la necesaria disciplina a los agentes económicos para que, en un ambiente sin controles, se promoviera la inversión productiva y el desarrollo de la competitividad.


No obstante, más allá del atractivo de estos argumentos, debe considerarse lo siguiente: 
¿A partir de cuál tasa de cambio se “dolarizaría” la economía? El problema es que ahorita no hay dólares. La relación entre las reservas internacionales y la liquidez monetaria en poder del público da un tipo de cambio, para principios de noviembre, de 237 Bs/$. Esta tasa es muy superior a lo que se derivaría de la Paridad de Poder Adquisitivo (PPA) entre ambas monedas. Por tanto, empobrecería a todo aquel que percibe un salario en bolívares cercano al valor de su productividad[1]. De querer mejorar la relación, habría que contratar cuantiosos préstamos en dólares para respaldar la conversión a tasas menores (Bs/$). Con los elevados montos de deuda externa actuales y el elevadísimo riesgo-país, ello es prácticamente inviable. Es importante tener esto en cuenta, pues sospecho que, para muchos, existe la “ilusión monetaria” de pensar que, al percibir nuestras remuneraciones en una moneda fuerte como el dólar, éstas serían automáticamente mayores, cuando bien podría ocurrir lo contrario. 
Luego está la dinámica monetaria. Al eliminarse la potestad del BCV de crear base monetaria, ésta habrá de depender de los saldos de la balanza de pagos. Saldos favorables expandirían la base, déficits la contraerían. Esto anula por completo la política monetaria como instrumento de estabilización económica o de fomento a la inversión y/o el consumo. En el caso de privar una contracción monetaria, las tasas de interés se elevarían, encareciendo los costos del dinero. Ello tendría efectos negativos sobre la inversión productiva y los balances de los bancos. 
Lo anterior es tanto más preocupante por la excesiva dependencia de un solo producto de exportación –el petróleo- para los ingresos externos de Venezuela. La volatilidad en los precios del mercado internacional del crudo se transmitiría directamente a la actividad económica interna, a veces con efectos expansivos que pudieran verse favorablemente, pero en otras oportunidades deprimiendo la economía. En una economía diversificada, la volatilidad en los proventos de la exportación de un producto en particular serían compensados por el comportamiento de los otros productos en el mercado internacional. Pero no es nuestro caso. 
Estos efectos, más los flujos financieros hacia el país, también serían afectados por la política monetaria de EE.UU. –el emisor monetario. El “quantitative easing” de los últimos años abarata el financiamiento externo y tendría efectos expansivos en la economía, pero una política contraria –que subieran las tasas de interés en EE.UU.– estimularía la salida de capitales desde Venezuela, obligando a subir las tasas domésticas, con efectos contractivos sobre nuestra actividad económica. 
Al no poder apelar al ajuste cambiario como colchón ante shocks externos negativos -como la caída en los precios del crudo-, el equilibrio de las cuentas externas tendría que ocurrir vía depresión de los salarios, sobre todo si la caída en los ingresos petroleros es sostenida -como es la expectativa actual-, ya que el financiamiento externo para compensar los saldos adversos en la cuenta corriente tiende a “secarse” si el sector exportador permanece deprimido. Sólo con una creciente diversificación de la oferta exportable -que habrá de tomar algún tiempo-, se podrá neutralizar este efecto. En el caso del Ecuador, la fuente “compensatoria” de ingresos ante la caída en los precios del crudo han sido las remesas de ecuatorianos en el extranjero. 
Una senda de crecimiento estable y sostenida en el tiempo dependería, entre otras cosas, de que la productividad de nuestra economía aumentase a la par con la de nuestros principales socios comerciales, a la vez que nuestra tasa de inflación no podría superar a la de ellos. De no cumplir con estas condiciones y sabiendo que recurrir al financiamiento externo tiene sus límites, la variable de ajuste ante los desequilibrios externos serían –nuevamente- los salarios. 
La mayor vulnerabilidad de la economía doméstica ante el comportamiento de variables no sujetas a nuestro control –precios del petróleo, tasas de interés en EE.UU.- obligaría a acumular reservas internacionales como colchón, todavía mayores que bajo las condiciones actuales. Esto tiene un costo en recursos inmovilizados y/o de bajo rendimiento. 


Para los defensores de la dolarización todos estos efectos obligarían a que los agentes económicos domésticos “entraran en cintura”, es decir, se “disciplinarían”. Con ello, nos convertiríamos en una economía responsable y seria. Pero la competitividad no viene simplemente por añadidura, pues el dominio tecnológico, la capacidad de innovar, la mayor destreza y competencia de nuestros trabajadores, la reducción de los costos transaccionales, el aprovechamiento de las economías de escala y otras consideraciones de naturaleza estructural, no ocurrirán de la noche a la mañana.


Los costos sociales, económicos y políticos podrían ser muy altos si nos confiamos exclusivamente en el piloto automático de la dolarización para enderezar nuestros entuertos: mayor desempleo, caída de salarios y de la inversión, y con una menor capacidad de respuesta local por carecer de la variable cambiaria como factor de ajuste. En lo personal, prefiero un proceso bien diseñado, con financiamiento externo, que nos permita salir del berenjenal actual pero contando con nuestra propia moneda. Es lo que han logrado –salvo Argentina (Ecuador se dolarizó)- nuestros vecinos suramericanos. ¿Por qué nosotros no?

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