Antonio Pérez.- La antiquísima y relativamente misteriosa institución de la banca está documentada desde tiempo inmemorial, pues se han encontrado tablillas de arcilla con apuntes contables en los valles entre los ríos Éufrates y Tigris, donde se desarrolló la civilización mesopotámica, y donde floreció también la sofisticada cultura babilónica.
Ahora bien, el problema que afrontaron los banqueros medievales, cuando los reyes acudieron a ellos en busca de dinero para financiar sus campañas militares, no fue desdeñable ni de fácil solución. A un particular, si no devolvía el capital más los intereses del crédito, se le podían embargar sus bienes aplicándole la ley, pero ¿a un rey? Lo más probable era que si un banquero pretendía presionar a un rey moroso se encontrase con que su deudor ordenara a los alguaciles que le detuviesen y que le cortasen la cabeza para ensartarla en una pica.
La banca moderna comienza en Gran Bretaña con la revolución industrial del siglo XVIII, y coincide en el tiempo con la fundación de las principales dinastías de banqueros en Europa, en especial los Rothschild, Baring, Warburg, Lazard, Selignam, Schröder, Speyer, Morgan, etcétera.
Un hecho trascendental en la formación del cartel de banqueros europeos de entonces, fue la creación del Banco de Inglaterra en 1694, ya que la Corona necesitaba canalizar las ganancias obtenidas con el boyante negocio del comercio de esclavos y del opio a través de la Compañía de las Indias Orientales, hacia actividades más decentes que consolidaran el prestigio del Imperio, y favorecieran su expansión y la supremacía de los intereses británicos a escala mundial.
Los países que participaron en el Congreso de Viena en 1815, tras las guerras napoleónicas, así como los que lo hicieron en 1919 en Versalles para firmar los tratados de paz después de la Primera Guerra Mundial, eran deudores de la banca Rothschild, internacionalizada desde hacía más de un siglo, y de los bancos controlados por el magnate del petróleo y las finanzas, John D. Rockefeller.
Básicamente, de lo que se trató en aquellas conferencias de paz fue la forma en que los estados beligerantes iban a devolver sus créditos o, como en el caso de la derrotada Alemania, cómo iban a renegociar sus deudas por los créditos de guerra asumidos. Y fueron, entre otras cosas, las draconianas condiciones impuestas en Versalles a las potencias para la devolución de los créditos, las que provocaron la terrible depresión económica y financiera que sufrieron los Estados Unidos y Europa en los años de entreguerras. De hecho, Alemania ha saldado su deuda por reparaciones de guerra recientemente, casi 92 años después de finalizada la Gran Guerra de 1914-1918.
La “solución” sugerida por los banqueros para facilitar la devolución de esos créditos, fue una explotación más eficaz de los obreros a través del abaratamiento de los salarios. Así, los países que habían participado en la guerra podrían liquidar antes la deuda contraída con la banca internacional como consecuencia del esfuerzo bélico. El sistema fracasó estrepitosamente, porque al caer el poder adquisitivo de los asalariados, disminuyó el consumo y cayó el empleo. El resultado fue una depresión devastadora cuyos terribles efectos se agudizaron debido al colapso financiero que provocó el hundimiento de Wall Street en 1929.
En una situación de crisis prolongada, es cuando más se endeudan los Estados con los bancos internacionales, que compran la deuda exigiendo unos altísimos tipos de interés. De ahí que los ataques lanzados por los especuladores contra Grecia y España en 2010 no fuesen, como muchos se empeñan en hacernos creer, fruto de la casualidad y de la manida “mano invisible” que mueve el mercado. Fueron estrategias financieras perfectamente orquestadas desde Londres y Wall Street.
Como acabó demostrando la experiencia, prestar dinero a los monarcas europeos entrañaba una serie de riesgos que los banqueros tuvieron que sortear. Hubo que agudizar el ingenio para contrarrestar o neutralizar esos peligros, y así nació una doble estrategia. En primer lugar, el banquero exigía cierta parcela de poder político inmediato a cambio del préstamo que hacía al monarca, así consiguieron varios banqueros de entonces sus títulos nobiliarios, recibiendo además tierras y otras prebendas cuando el rey no podía hacer frente a la devolución del crédito. En otros casos, los usureros consiguieron el control de lucrativos negocios públicos, como el de la recaudación de impuestos.
En poco tiempo, todas las cortes europeas asistieron al nacimiento de una nueva e influyente casta de cortesanos y consejeros que no provenía de la tradicional nobleza feudal y la aristocracia de rancio abolengo, sino de la banca. Los avezados banqueros supieron reconocer inmediatamente la oportunidad que se ofrecía ante ellos y decidieron diversificar sus inversiones. Es decir, se apoyaba públicamente al rey, pero también de forma más discreta al menos a uno de sus más encarnizados enemigos, otro aspirante al trono, un monarca extranjero, o incluso el mismo enemigo al que se enfrentaba en la guerra para la que había pedido el dinero. De esta manera, en caso de que el primero no devolviera la cantidad adelantada y en el tiempo pactado, se podía interrumpir su financiación a la vez que se incrementaba la línea de crédito al segundo, dándole a entender que dispondría de todo el dinero que necesitase para destruir a su rival. De paso se fidelizaba también al enemigo del rey.
Con el paso del tiempo, las guerras se internacionalizaron involucrando a varios países. Así hasta llegar a las dos guerras mundiales del siglo XX. En aquellos primeros conflictos armados internacionalizados del siglo XVII, como la Guerra de los Treinta Años, a veces era precisa la intervención de más de dos contendientes para obtener los beneficios y resultados deseados, por eso, desde hace ya tres largos siglos, la ascensión de la banca ha estado directamente ligada a su participación en la financiación de todas las grandes guerras europeas, y los patriarcas de la banca internacional han demostrado estar dotados de una ambición sin límites y de una falta de escrúpulos infinita, convencidos todos ellos de que están llamados a gobernar el mundo para convertirlo en un inmenso parqué. Para ellos no hay más ley que la del mercado, todo lo demás es superfluo.
Aquella doble estrategia de apoyar al monarca y a sus enemigos, ya fuesen éstos internos (revolucionarios) o externos (otros Estados) se perfeccionó hasta constituir la marca distintiva de determinadas familias de banqueros. Durante el siglo XIX éstas adoptaron una pose cosmopolita y progresista, al tiempo que un interés exagerado en asumir las deudas de los distintos países europeos. Su propósito era harto sencillo entonces, como lo sigue siendo ahora: influir en la política internacional en su propio interés, a través de las finanzas.
Desde la remota Antigüedad, la forma más eficaz de gobernar una sociedad ha sido a través de la guerra. Sin embargo, los antiguos monarcas no disponían de grandes ejércitos, porque la guerra, por otra parte, ha sido siempre una empresa onerosa. Así que en el siglo XVIII, coincidiendo con la conversión de la banca privada en una nueva e influyente élite, se crearon los grandes ejércitos nacionales y se instauró el servicio militar obligatorio. Con mayores ejércitos se podían hacer mayores guerras, y a mayores guerras… mayores beneficios.
De las guerras medievales entre señores feudales, se pasó a las grandes guerras entre dos o más estados en los siglos XVIII y XIX, y ya en los inicios del siglo XX, antes de globalizarse la economía, se mundializó la guerra, un excelente negocio para los grandes cárteles de banqueros que prestaron dinero indiscriminadamente a los bandos en conflicto, haciendo con ello un excelente negocio.
Fuente: http://www.alertadigital.com/
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